El «Ornitóptero Volante» proyectado por Thomas Walker en 1810. Según el inventor, la máquina debía volar con la seguridad de un pájaro.
Del mismo modo que no habían tenido precursores, las geniales intuiciones de Leonardo no tuvieron seguidores. Su voz permanece solitaria en la historia de la ciencia aeronáutica y durante largos siglos fue considerada poco menos que el delirio de un exaltado.
El inglés George Cayley se ocupó de problemas aeronáuticos desde el año 1796.
En efecto, debernos remontarnos hasta el siglo XIX para encontrar a alguien que, siguiendo las huellas del gran Leonardo, se dedique con pasión al estudio del vuelo de los pájaros, deduciendo la conclusión de que «se puede volar». Antes que los primeros globos se remontasen en el aire, atravesaran el canal de la Mancha y alcanzaran alturas vertiginosas, los científicos y los técnicos negaban cualquier posibilidad teórica y práctica de volar con un medio más pesado que el aire. Los estudios sobre las propiedades de los fluidos habían llegado, como hemos visto, a un punto muerto, y si bien los físicos y los matemáticos, a fines del siglo XIX, admitían que la rotación de un cilindro o de una esfera en una corriente de aire provoca una fuerza en dirección transversal a la del movimiento (Magnus y Rayleig), el fenómeno no se asoció en absoluto al ala, que no tenía movimiento rotatorio.
El imaginario vuelo del "Ariel», de Henson. Grabado de Walton de 1843.
Por esto, cuando en 1884 un experto constructor de automóviles, el inglés Lanchester, asoció por primera vez un perfil alar con la circulación, su valiosísimo estudio fue desdeñosamente rechazado por la Real Sociedad de Física de Londres «porque el fenómeno carecía de base científica».
Otro inglés, George Cayley, algunos decenios antes, había profundizado los estudios de Leonardo sobre el vuelo de los pájaros, de los cuales había desarrollado un proyecto de aeroplano que, teniendo en cuenta los límites constructivos de la época, presentaba soluciones que anticipaban los aviones de cien años después. Adelantándose a la invención del motor de explosión, escribía en torno a 1810: «La ligereza es tan importante en tal caso (eso es, para un avión), que no es inoportuno notar que se podría, quizá con mucha ventaja, hacer uso de la imprevista expansión del aire provocada por la combustión de ciertos polvos, o de ciertos fluidos elásticos, susceptibles de inflamación repentina.»
En una colina levantada a propósito en las cercanías de Berlín, Lilienthal realizó desde 1890 hasta 1896 numerosos y espectaculares vuelos.
Estos estudios fueron continuados unos cuarenta años después por dos ingenieros ingleses, Henson y Stringfellow, que construyeron un modelo de avión que tenía que ser lanzado mediante una catapulta y sostenerse en vuelo por medio de un motorcito de vapor. Pero la imperfección de los materiales y los defectos de construcción le impidieron volar: el minúsculo avión cayó nada más despegar, deshaciéndose. En cambio, más afortunado fue el francés Alphonse Pénaud, que en 1871 consiguió hacer volar un modelo provisto de hélice accionada por medio de una goma elástica retorcida. Ésta fue la primera tentativa con éxito de hacer volar un instrumento más pesado que el aire. Naturalmente, el experimento de Pénaud daba «un latigazo en pleno rostro a los físicos y a los científicos» (como hacía notar un cronista), que obstinadamente seguían negando las bases teóricas de lo que la experiencia práctica iba afirmando de modo decisivo.
La confirmación definitiva de la posibilidad del vuelo mediante una máquina se tuvo algunos años más tarde, esto es, cuando el americano Samuel Pierpont Langley, en 1896, experimentó en el río Potomac un modelo suyo de «aeródromo» provisto de motor de vapor y con una abertura alar de 14 pies.
Lanzado desde la cubierta de una barcaza, el «aeródromo» voló unos 3.000 pies, posándose luego en el agua.
Estaba ya próxima la era del vuelo mecánico y Langley obtuvo del gobierno de los Estados Unidos una subvención para construir un aeroplano tripulado por un piloto. El experimento falló por incapacidad del piloto, pero el aparato, recuperado en 1915 y provisto de flotadores, sirvió luego perfectamente para los experimentos de Glenn H. Curtiss.
Los estudios y las experiencias de Langley fueron preciosísimos a los hermanos Wright, como veremos seguidamente. Sin embargo, el título de «primer piloto del mundo» corresponde al alemán Otto Lilienthal. Entre 1890 y 1896 Lilienthal realizó más de dos mil vuelos utilizando aparatos construidos por él mismo con cañas de bambú recubiertas de tela. Se trataba en general de monoplanos de cola fija, con los que se lanzaba desde una colina de arena que había mandado levantar expresamente en las afueras de Berlín. Lilienthal sostenía que antes, e independientemente de la aplicación del motor, era indispensable un largo y cuidadoso entrenamiento de vuelo. Sólo la experiencia podía formar al piloto, y para volar no se podía prescindir de él. Las fotografías tomadas por sus colaboradores durante sus vuelos constituyen un testimonio interesante en alto grado de la pericia alcanzada por el metódico Lilienthal, quien no se contentaba con planear, sino que daba vueltas, viraba y aprovechaba las corrientes de aire para ascender y descender. Lilienthal murió en 1896, precisamente en un accidente aéreo, cuando se disponía a aplicar el motor a sus aparatos.
Alphonse Pénaud, una de las más brillantes y trágicas figuras entre los precursores del vuelo. Su avión anfibio, sin cola, proyectado en el año 1876.
Lo curioso es que entre Lilienthal y los hermanos Wright figure un anciano personaje, Octave Chanute, ingeniero civil americano, que constituyó casi un puente entre los tres, confidente de todos y consejero apreciadísimo.
Pero si Chanute fue el «peldaño» teórico, en el plano práctico entre Lilienthal y los Wright se encuentran las proezas del escocés Percy Pilcher. Éste había construido en 1865 un aparato que bautizó Bat. Pero antes de probarlo quiso conocer a Lilienthal y fue expresamente a Alemania. El alemán se mostró pródigo en consejos y sugirió en la práctica algunas modificaciones al aparato de Percy, especialmente en lo concerniente al timón de la cola.
Octave Chanute, ingeniero de Chicago, a cuya pasión por el vuelo y a cuyos estudios debieron mucho los hermanos Wright. A la derecha, aeroplano de Chanute.
Poco después de su vuelta a Inglaterra, Percy se enteró de la muerte de Lilienthal; se afectó hondamente, pero no por eso abandonó sus experimentos.
Construyó otros aparatos (el Escarabajo, el Gavilán, el Halcón), aplicándoles también unas ruedas para el aterrizaje. El Halcón le salió particularmente bien y decidió aplicarle un motor que accionara una hélice propulsiva. Pero no encontrando en el comercio motores suficientemente ligeros y potentes, se decidió a construido él mismo. Trabajó en él durante todo el 1898. Pero el destino había decidido que tampoco Pilcher usara el motor. En 1899, volando con su ya célebre Halcón, cayó desde una altura de 10 metros y se mató.
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